El fenómeno de la
guerra de «guerrillas»
Sin
un ejército digno de ese nombre con el que combatir a los franceses, los
españoles de las zonas ocupadas utilizan como método de lucha la guerra de guerrillas, como
único modo de desgastar y estorbar el esfuerzo de guerra francés. Se trata de
lo que hoy se denomina guerra
asimétrica, en la cual grupos de poca gente, conocedores del terreno que
pisan, hostigan con rápidos golpes de mano a las tropas enemigas, para
disolverse inmediatamente y desaparecer en los montes.
Como
consecuencia de estas tácticas, el dominio francés no pasa de las ciudades,
quedando el campo bajo el control de las partidas guerrilleras de líderes como Francisco Chaleco, Vicente Moreno Baptista, Espoz y Mina, Jerónimo Merino, Julián Sánchez, el Charro, Gaspar de Jáuregui o Juan Martín el Empecinado
Figura
3: Juan Martín Diez, el Empecinado,
retratado por Francisco de Goya.
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Figura 4:
Grabado
militar de la época representando a Francisco Chaleco como Brigadier
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Consecuencias de la Guerra
En el
terreno socioeconómico, la guerra costó en España una pérdida neta de población
de 215 000 a 375 000 habitantes,[] por causa directa de la violencia y las
hambrunas de 1812, y que se añadió a la crisis arrastrada desde las epidemias
de enfermedades y la hambruna de 1808, resultando en un balance de descenso
demográfico de 560 000 a 885 000 personas,[] que afectó
especialmente a Cataluña, Extremadura
y Andalucía.
A la alteración social y la destrucción de
infraestructuras, industria y agricultura se sumó la bancarrota del Estado y la
pérdida de una parte importante del patrimonio cultural.
Por
otra parte las consecuencias materiales de la guerra fueron desastrosas para
España. A la gran cantidad de muertos y la destrucción de pueblos y ciudades se
unieron la rapiña de muchos franceses y también de los ingleses, cuya
deslealtad puede verse ejemplificada en el bombardeo, ordenado por Wellington,
de la industria textil de Béjar que era competidora de la inglesa[] o en la
destrucción de la Real Fábrica de Porcelana del Buen
Retiro en Madrid cuando ya los franceses habían evacuado la ciudad.
A la
devastación humana y material se sumó la debilidad internacional del país,
privado de su poderío naval y excluido de los grandes temas tratados en el Congreso
de Viena, donde se dibujó el posterior panorama geopolítico de
Europa.
Al
otro lado del Atlántico, la América Española obtendría
su independencia tras la Guerra de Independencia
Hispanoamericana. En el plano político interno, el conflicto fraguó
la identidad nacional española
y abrió las puertas al constitucionalismo, concretado
en las primeras constituciones del país, el Estatuto bonapartista de Bayona
y la Constitución de Cádiz.
La Constitución española de 1812, conocida popularmente como La Pepa o La Constitución de
Cádiz, fue
promulgada por las Cortes Generales de España,
reunidas extraordinariamente en Cádiz,
el 19
de marzo de 1812.
Se le
ha otorgado una gran importancia histórica por tratarse de la primera constitución
promulgada en España,
además de ser una de las más liberales de su tiempo. Respecto al origen de su
sobrenombre, la Pepa, no está muy claro aún, pero parece que fue un recurso
indirecto tras su derogación para referirse a ella, debido a que fue promulgada
el día de San José.
Oficialmente
estuvo en vigor sólo dos años, desde su promulgación hasta su derogación en Valencia, el 4 de mayo de 1814,
tras el regreso a España de Fernando VII. Posteriormente se volvió a aplicar durante
el Trienio Liberal (1820-1823),
así como durante un breve período en 1836-1837, bajo el gobierno progresista
que preparaba la Constitución de 1837.
Sin
embargo, apenas si entró en vigor de
facto, puesto que en su período de gestación buena parte de España se encontraba
en manos del gobierno pro-francés de José I de España, otra en
mano de juntas interinas más preocupadas en organizar su oposición a José I y
el resto de los territorios de la corona española (los virreinatos) se hallaban en un estado de confusión y vacío de
poder causado por la invasión
napoleónica.
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