LA GUERRA DE INDEPENDENCIA Y LA CONSTITUCIÓN
DE 1812
La Guerra
de la Independencia Española fue un conflicto bélico, desarrollado entre 1808
y 1814 dentro del contexto de las Guerras Napoleonicas , que
enfrentó a las potencias aliadas de España, Reino Unido
y Portugal contra el Primer Imperio Francés,
cuya pretensión era la de instalar en el
trono español al hermano de Napoleón, José Bonaparte, tras las abdicaciones de Bayona.
La Guerra de la Independencia, también conocida
en español como la Guerra de los Seis
Años, y el Levantamiento y revolución de los españoles, se solapa y confunde
con lo que la historiografía anglosajona llama «Guerra Peninsular» (Peninsular
War), iniciada en 1807 al declararle Francia y España la guerra a Portugal,
tradicional aliado del Reino Unido.
También tuvo un importante componente de
guerra civil a nivel nacional entre afrancesados y patriotas. El conflicto se
desarrolló en plena crisis del Antiguo Régimen y sobre un complejo trasfondo de
profundos cambios sociales y políticos impulsados por el surgimiento de la
identidad nacional española y la influencia en el campo de los «patriotas» de
algunos de los ideales nacidos de la Ilustración y la Revolución francesa,
paradójicamente difundidos por la élite de los afrancesados.
Según el tratado de Fontainebleau (27 de
octubre de 1807), el primer ministro Manuel Godoy prevía, de cara a una nueva
invasión hispano-francesa de Portugal, el apoyo logístico necesario al tránsito
de las tropas imperiales. Bajo el mando del general Jean-Andoche Junot, las
tropas francesas entraron en España el 18 de octubre de 1807, cruzando su
territorio a toda marcha en invierno, y llegaron a la frontera con Portugal el
20 de noviembre.
Sin embargo, los planes de Napoleón iban más
allá, y sus tropas fueron tomando posiciones en importantes ciudades y plazas
fuertes con objeto de derrocar a la Casa de Borbón y suplantarla por su propia
dinastía, convencido de contar con el apoyo popular.
El resentimiento de la población por las
exigencias de manutención de las tropas extranjeras, que dio lugar a numerosos
incidentes y episodios de violencia, junto con la fuerte inestabilidad política
surgida por la querella entre Carlos IV de España y su hijo y heredero Fernando
VII, orquestada por los franceses, que se inició con el Proceso de El Escorial
y culminó con el Motín de Aranjuez y el ascenso al poder de Fernando VII,
precipitó los acontecimientos que desembocaron en los primeros levantamientos
en el norte de España y la jornada del 2 de mayo de 1808 en Madrid.
La difusión de las noticias de la brutal
represión, inmortalizada en las obras de Francisco de Goya, y de las
abdicaciones de Bayona del 5 y 9 de mayo, que extendieron por la geografía
española el llamamiento, iniciado en Móstoles, a enfrentarse con las tropas
imperiales, decidieron la guerra por la vía de la presión popular a pesar de la
actitud contraria de la Junta de Gobierno designada por Fernando VII. El levantamiento contra los franceses partió
de las clases populares y de los notables locales. Comenzó como una serie de
motines espontáneos, pero su reiteración y su rápida expansión por todo el país
permiten entrever cierto grado de inducción o, cuando menos, de coordinación.
Es probable que el detonante fuera la presión de las tropas de ocupación sobre
la población civil, la obligación de mantener a un ejército depredador de
alimentos y bienes de consumo básico, máxime cuando el país había atravesado
recientemente por un ciclo de hambrunas y malas cosechas. Ya en abril hubo revueltas en ciudades como Leòn o Burgos, si bien, tras el levantamiento de Madrid,
el 2 de mayo de 1808, las acciones contra los ocupantes se propagaron por toda España. La difusión de las noticias sobre la represión ejercida
por el ejército invasor en Madrid y en otras localidades alentó la
insurrección.
Figura 1:
Los
fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, de Francisco de Goya,
representa la represión del ejército francés el 3 de mayo en Madrid.
La guerra se desarrolló en varias fases en
las que ambos bandos tomaron sucesivamente la iniciativa, y se destacó por el
surgimiento del fenómeno guerrillero que, junto con los ejércitos regulares
aliados dirigidos por Arthur Wellesley, duque de Wellington, provocaron el
desgaste progresivo de las fuerzas bonapartistas.
La población civil, que padeció los efectos
de una guerra total, en la que tanto franceses como los aliados se cebaron con
la población y objetivos civiles, saqueando y pillando a gran escala y
devastando, por ejemplo, la industria española, considerada una amenaza para
sus respectivos intereses.
Los primeros éxitos de las fuerzas españolas
en la primavera y el verano de 1808, con la batalla del Bruch, la resistencia
de Zaragoza y Valencia y, en particular, la sonada victoria de Bailén,
provocaron la evacuación de Portugal y retirada francesa al norte del Ebro,
seguida en el otoño de 1808 por la entrada de la Grande Armée, encabezada por
el propio Napoleón, que culminó el máximo despliegue francés hasta mediados de 1812.
Figura 2:
La
Rendición de Bailén, que supuso la primera derrota de Napoleón en tierra
|
La retirada de efectivos con destino a la campaña de Rusia fue aprovechada por los aliados para retomar la iniciativa a partir de su victoria en la batalla de los Arapiles (22 de julio de 1812).
El fenómeno de la
guerra de «guerrillas»
Sin
un ejército digno de ese nombre con el que combatir a los franceses, los
españoles de las zonas ocupadas utilizan como método de lucha la guerra de guerrillas, como
único modo de desgastar y estorbar el esfuerzo de guerra francés. Se trata de
lo que hoy se denomina guerra
asimétrica, en la cual grupos de poca gente, conocedores del terreno que
pisan, hostigan con rápidos golpes de mano a las tropas enemigas, para
disolverse inmediatamente y desaparecer en los montes.
Como
consecuencia de estas tácticas, el dominio francés no pasa de las ciudades,
quedando el campo bajo el control de las partidas guerrilleras de líderes como Francisco Chaleco, Vicente Moreno Baptista, Espoz y Mina, Jerónimo Merino, Julián Sánchez, el Charro, Gaspar de Jáuregui o Juan Martín el Empecinado
|
Figura 5:
La
Constitución Española de 1812.
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La
constitución establecía la soberanía en la Nación (ya no en el rey), la monarquía constitucional,
la separación de poderes, la limitación de los
poderes del rey, el sufragio universal masculino
indirecto, la libertad de
imprenta, la libertad de industria, el derecho de propiedad o la fundamental
abolición de los señoríos, entre otras cuestiones, por lo que «no incorporó una
tabla de derechos y libertades, pero sí recogió algunos derechos dispersos en
su articulado».
Además,
incorporaba la ciudadanía española para todos los nacidos en territorios
americanos, prácticamente fundando un solo país junto a las excolonias
americanas.
Por
el contrario, el texto consagraba a España como Estado confesional
católico, prohibiendo expresamente en su art. 12 cualquier otra religión, y el rey lo seguía siendo
«por la gracia de Dios y la Constitución».
Del
mismo modo, este texto constitucional no contempló el reconocimiento de ningún
derecho para las mujeres, ni siquiera el de ciudadanía (la palabra «mujer» misma
aparece escrita una sola vez, en una cita accesoria dentro del art. 22), aunque
con ello estaban en plena sintonía con la mayoría de la sociedad española,
europea y americana del momento.
Con todo,
se le reconoce, en gran estima, su carácter liberal, su afán en la defensa de
los derechos individuales, su posicionamiento en querer modificar caducas
instituciones propias del Antiguo Régimen, y en general de recoger medidas
regeneradoras enfocadas, con espíritu idealista, en mejorar la sociedad.
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